Un mes… Ya ha pasado un mes y sigo sin tener noticias de ella. Empiezan a saber amargas las mañanas y a escocer las entrañas por las ganas de ella. A veces incluso me despierto en plena noche por si acaso está despierta esperándome; las seis de la mañana ya no significan nada porque me pasaría la eternidad buscando sus aromas, esos a los que nunca tuve acceso. Hoy llevo la barba de tres días propia para Andrea, le gustan los hombres que pican al besar.

-Buenas noches Andrea.
-¿Buenas noches? ¿Acaso te parecen buenas? ¡Vengo empapada!
-Bueno… al fin y al cabo ambos sabemos que no iba a durarnos mucho la ropa ¿no?
¡Madre mía! – sigue Tomás en sus pensamientos. – Esta mujer acabará haciendo que explote. Esos glúteos definidos por horas de gimnasio y esa tela mojada que se pega a ellos como si estuviese conspirando contra mi propia integridad física y ya estoy ahí, al borde del abismo, desafiando a la ley de la gravedad por ella. Da besos como quien arranca corazones; tiene ese poder y lo sabe, por eso cuando se acomoda encima de mí me clava esa mirada de satisfacción, como ahora. Comienza su movimiento de caderas, su baile ancestral con el que cualquiera entraría en trance, pero yo sólo puedo fijarme en ese lunar que tiene sobre el ombligo. Explota ella y retumbo yo en cada uno de sus rincones, siento como sus uñas dejan rastro en mi piel y eso, aunque parezca mentira, me alivia. Lo bueno de Andrea es que así como viene se va, con un portazo cuando ya ha acabado todo; y para qué engañarnos, ni ella es lo que yo necesito, ni yo soy suficiente para ella. Así como Claudia me inspira ternura y casi tengo que rogarle que se vaya, Andrea es esa adrenalina que se dispara en el momento preciso, potente y fugaz. Y tú, Antonia… ¿Dónde estás?
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