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martes, 2 de noviembre de 2010

Antonia era una mujer de bandera.

Se levanta muy temprano y limpia toda la casa; hace la comida para su esposo y le recibe con una sonrisa en la cara. Comen y charlan amenamente sobre cómo le ha ido el día a él y después dejan reposar la comida mientras se echan una siesta enfrente de la tele. Sobre las 6 de la tarde ella le prepara un café bien cargado a su marido y lo despierta cariñosamente para que se lo beba. Al llegar la noche siempre se mete en la cama y lee uno de esos libros románticos que recuerdan tiempos de juventud más pasionales y se duerme abrazada a su marido recordando como él la miraba antes.
Todo esto podría saberlo cualquiera pero Tomás, desde su ventana, puede ver como se quiere a sí misma.
Él no es un degenerado ni muchísimo menos, sabe valorar cada gesto que hace aquella mujer que ronda los cincuenta, cada sonrisa que le dedica a su esposo aún cuando la rutina puede con las alegrías de la vida. La quiere mucho, gracias a ella ha aprendido que empezar el buen día con ganas es muy importante para sobrellevar todo lo demás. El primer día que se despertó en su nueva casa descubrió, mientras se afeitaba, a aquella vecina tan peculiar; estaba sentada en una silla en mitad del cuarto de baño de su casa que, casualmente, quedaba justo enfrente de la de él. Ella no se daba cuenta de que la observaba porque siempre tenía los ojos cerrados hasta que, de repente, se levantaba de la silla con una sonrisa y comenzaba a limpiar. Con el paso de los días se percató de que Antonia cada mañana madrugaba para sentirse querida, como en todos los libros que leía cada noche; se había resignado a que el paso del tiempo había dejado huella en su matrimonio y aprendió a quererse aún cuando su marido no le prestaba atención.
No recuerda cuando comenzó aquel juego entre los dos, cuando ella abrió los ojos y descubrió a su espectador furtivo. No hay diferencia de edad cuando, a las 6 de la mañana, ambos cogen una silla y se sientan allí, frente a la ventana, con sus respectivos pijamas arrugados y medio ausentes resbalando por sus cuerpos. Ya no recuerda en qué momento la dependencia de Antonia empezó a ser mortal y cuándo comenzó a aprender todo lo que los gestos de una mujer podían expresar. Y allí están cada mañana los dos, tocándose mientras observan cada movimiento desde el piso de enfrente, ambos muriéndose de ganas de refugiarse en los aromas del otro, los dos asomándose a los ojos del vecino cuando llega el momento clave.
Acaban siempre sudando pero con esa sonrisa en la cara que tanto caracterizaba a Antonia mientras limpiaba su casa. Aunque la hora está marcada, ninguno de los dos puede evitar esas miradas furtivas por la ventana a lo largo del día, pero no se encuentran, no se ven, no se sacian.
Quien sabe si algún día se sentirán y si Antonia volverá a ser la protagonista de su vida, como lo son los personajes de esos libros que tanto le gustan, como cuando era joven viviendo del deseo. Quien sabe si en algún momento Tomás dejará sus veintitantos y correrá a los brazos de esa mujer entrada en años que tanto calor le produce, física y emocionalmente. Quien sabe… Pero mientras tanto cada mañana sonará el reloj.
Despierta que quiero sentirte cerca.

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