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miércoles, 30 de noviembre de 2011

Y entonces me di cuenta, no podría vivir sin ella.


No sé si fue cuando me recibió corriendo con un montón de fotos de nuestro viaje y una sonrisa de oreja a oreja o cuando la vi durmiendo la siesta abrazada a aquel elefante de peluche que le regalé. Puede que fuera en alguna de todas esas veces que frota su nariz contra mi pecho o, por el contrario, en alguna de las que se comporta como si no le importase para luego mirarme con esos ojitos que me dicen “no existiría sin ti”.
Siempre me lo dice y yo le contesto que sí pero que la vida sería diferente, más triste, más gris, en alguna parte.
Ya me había dado cuenta en un principio de lo agradable que resulta que todo tenga sentido sólo porque ella sonríe. También entendí que los malos días se terminan en cuanto ella me abraza. Sin embargo, faltaba alguna pieza por encajar.
Fuera como fuese, en algún momento me di cuenta y ahora estoy seguro. La vida sería diferente, más triste y más gris… ¡Cómo no iba a serlo!  En realidad soy yo quien no podría vivir sin ella.


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