Estamos ahí, punto y final o punto y seguido. Yo la sigo a
trompicones escaleras arriba hasta llegar al descansillo, la acorralo en la
puerta y la beso mientras hago girar la llave. Se arrodilla en el sofá mientras
me clava ese mar que tiene en la mirada, la devoraría en este mismo instante.
Su respiración poniendo a prueba mi oído, sus labios color
carmesí, la curva de su espalda… Todo resalta ante su desnudez. Me abalanzo y
ella me esquiva. Jugamos en nuestro propio mundo sabiendo que, después de todo
este tiempo, seguimos ardiendo con el deseo tanto o más que el primer día. La
persigo y nos rozamos, cada vez más despacio, hasta acabar acostados sobre el
colchón. La miro, ahora mismo, me deleito y me pierdo por el amor que siento
por ella.
Con un dedo sigo la forma de sus labios y voy dibujando una
línea que baja por su cuello, por sus costillas, por sus caderas, más allá… La
beso como si mañana fuese a acabarse el mundo porque, si llega a suceder, no
quiero quedarme con las ganas.
¿Y qué si sus labios han perdido el color de tanto amarnos?
Yo la deseo así, ardientemente, desde la piel hasta el alma.