- Pero… ¿cómo te has hecho eso? – Se acercó a ella corriendo y examinó su rodilla magullada con todo el tacto que pudo – Ven, que vamos a ver que podemos hacer para arreglarlo.
A ella le gustaba que nunca juzgase sus errores y que siempre estuviera allí cuando llegaba herida para hacerle el “sana sana” como cuando era pequeña. A veces incluso fingía un poquito de cojera, los años de práctica consiguieron que resultara creíble. Pero había ocasiones en las que se hacía daño de verdad y él sabía distinguir perfectamente esos momentos de los otros porque, si le dolía, en cuanto entraba por la puerta a él se le partía el alma.
Es como un ritual. Él la lleva en brazos hasta la habitación y cuidadosamente la posa en la cama; ella se recuesta mientras pone pucheros y jura que le duele mucho; va al baño, coge Betadine y una gasa y regresa.
- A ver, ¿qué tirita quieres que te ponga? – sabía que a ella le encantaba ese momento, las miraba una por una pero siempre acababa eligiendo las que tenían aquellos elefantes mal pintados.
- ¡Esta! Esos elefantes parecen tan doloridos como yo.
Después, mientras la mira a los ojos, siempre le da un delicado beso sobre la tirita y ella comienza a hacerle gestos con las manos para que se acerque; él nunca se hace de rogar.
- ¿Estás mejor? – pregunta mientras se recuesta a su lado y la abraza.
- Creo que sí, pero ahora tengo que agradecértelo.
Acaban siempre con las sábanas revueltas y el corazón rebosante de felicidad.
- ¿Y tú tirita? – le pregunta mientras la tapa de nuevo.
- ¿Y tú tirita? – le pregunta mientras la tapa de nuevo.
- Creo que los elefantes nos han dejado solos en el momento justo. – Asegura mientras se sonroja – ¿Sabes? Alguna vez me gustaría viajar a África, siento el deber moral de agradecerles estos momentos de intimidad contigo, además… Todas mis tiritas deben estar allí.
¿De qué te gustan las tiritas? |
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